lunes, 28 de febrero de 2011

Con la que está cayendo, no olvidéis las plantas regar

A pesar de que caen chuzos de punta y que ni haciendo equilibrios llega el vecino a fin de mes. A pesar de que me marean las malas noticias y me ensordece el ruido de los cenizos que aseguran que no hay salida de su valle de lágrimas. Respiro profundo y no les escucho. Les doy la espalda y hago cien listas de las cosas importantes que hace falta siempre recordar:
Antes de salir de casa, cerrar el gas. Mantener siempre en contacto con el suelo al menos uno de mis pies o, en su defecto, mi trasero. Depilarme cuando me vienes a buscar. Escuchar los consejos que me dan Coco, el monstruo de las galletas y todos los viejos de mi barrio sésamo.
Cantar bajo la lluvia, tenderme desnudo bajo el sol. Escribir recto sobre renglones retorcidos. Escarbar entre la multitud, como un perro, buscando tus huesos. Encalar de blanco las paredes del corral, dejar mi huella en todo lugar. Gritar bajito, susurrar bien alto.
Deshacer las maletas al llegar. Cambiarle el alpiste al canario. Contarle mentiras a los niños y enseñarles a volverlas verdad. Cerrar los grifos, abrir las botellas de vino que nos regalan los amigos. Sonreír a los agentes de los cuerpos de seguridad. Cada día encender tu horno para amasar mi pan.
Ponerme de puntillas para cazar otra estrella fugaz. Sacarte a bailar. No volverme a olvidar la receta del desatino. Enredarte otra vez. No liarme más. Contar todas mis ovejas antes de ponerme de nuevo a soñar. Sacudid las alfombras. Bailar con los bichos de mi jardín. Saltear las almejas y enfriar las cervezas.
Abrigarme, para no pasar frío. Buscar el calor de los míos. Llamar a Mamá cuando llego a ese país que ella no sabe pronunciar. Ceder el asiento a las damas. Perderme de nuevo en mi misma ciudad. Buscar el camino más largo para regresar. Invitarme a tu casa a cenar. Leer cosas raras hasta reventar. Por otro mundo posible no parar de luchar.
Ilustración: Aoshima

miércoles, 16 de febrero de 2011

Temed a los mejores

Huid de los elegidos, de los depositarios de la verdad, pues desconocen las dudas y desoyen consejos y opiniones ajenas, son incapaces de mejorar. Poseen la razón, el método y la técnica para indicarnos el camino hacia el bien común. No admiten discusión. No conciben mejores recetas que las suyas, no consideran ninguna otra opción. Su caminar es firme, su nariz altiva y miran, a los otros, a nosotros, con una mirada a medio camino entre la deferencia y el desprecio. Avanzan perdonando vidas, pisoteando diferentes y condenando disidentes. Deambulan hacia su destino ajenos a la realidad que discurre por debajo de sus fines, más allá de sus intereses, ajena a sus conocidos y parientes.
Temed a los mejores, herederos de altas estirpes y recios abolengos, pertenecientes a sagas de familias de prohombres bien emparentadas que nos guardan del avance de la chusma. Recelad de estos preparados cancerberos del orden establecido, que forman pétreas meritocracias que no permiten grietas a la discordancia, la duda, ni el asalto a los cosas hechas como dios manda, pero que evidentemente no funcionan. En su imaginación no cabe otro mundo posible, otro paraíso mejor, solo su bunker.
Ellos se conocen, se reproducen con altas cuotas de endogamia y protegen para si mismos el reparto de las poltronas, los timones y los puestos de poder. Ellos excluyen a los jóvenes, a los externos, a los amateurs, a los recién llegados, a los no colegiados, siempre proscritos de su selecto grupo de iniciados porque temen que hagamos evidente la limitación de su mirada, la obsolescencia de su paradigma, su condición depredadora ajena al bien público. Ellos son los guardianes de la santa verdad, de la tradición hecha desatino, de la repetición de la equivocación, de la mirada miope. Despostas de las democracias, sólo se les mueve a empujones de evidencia, sólo cuando no queda más remedio. Esfinges del poder, sólo nos oirán cuando nuestros gritos les rompan los tímpanos.
Pero de momento los mejores son sordos, los elegidos son cortos y su mirada demasiada alta para ver el mundo que transcurre bajo sus pies. Por el momento, los mejores no aliviarán el sufrimiento.
Fotografia: Pierre Gonnord

martes, 8 de febrero de 2011

Todo lo que sé, me oculta todo

Todo lo que sé:
Abandono los lugares comunes, desconfío de las leyes universales, me desprendo como puedo del legado hegemónico de los sabios reputados más citados y, por supuesto, desoigo a las autoridades. Me esfuerzo tenazmente en desaprenderer todo lo que hasta el momento he aprendido.
Es evidente que andando los caminos marcados, siguiendo los consejos de los doctos, escuchando el dictado de los próceres no hay solución ni salida; sólo se llega a este desastrado mundo al revés, a este sistema fagocitador y cruel con forma de embudo, donde ríen cuatro y sufre el resto.
Es evidente que debo dar la vuelta en redondo. No correr hacia la luz, donde todos apuntan con sus focos. Allí sólo hay muerte y fracaso.
Todo lo que sé, me oculta todo:
Debo desaprender, borrar todo lo visto y escuchado, para poder imaginar las otras opciones que ya existen bajo el ruido fuertemente tejido por sus verdades como puños. Debo volver hasta lo más profundo de mi mismo, hasta al niño, hasta el salvaje, que aún habita los huecos de mis huesos para reconocer lo que es esencial y prescindir del resto de este teatro del engaño.
Todo lo que sé, no sirve de nada. Todo lo que sé, me oculta las opciones que han desdeñado por nosotros. Sus elecciones, no nos dejan elegir.
Necesito poder mirar lo que no sé: la manera de vivir en paz, la manera de vivir sin ellos.
Al margen de sus lugares comunes, ese otro mundo posible está aquí, dentro de nosotros. Suena como un susurro sensual. Me paro para escucharlo. Los gritos de las muchedumbres enardecidas en las calles indican que está aquí; bajo los adoquines está la playa. Bajo el ruido, después de la algarabía, escucharemos los alegres sonajeros de la vida. Volemos Davos. Aquí está Utopia.