lunes, 28 de septiembre de 2009

Después del Peak Oil Day

Nos enseñaron a vivir en un mundo de abundancia donde no había más límite a nuestros caprichos que el dinero de nuestro bolsillo. Nos acostumbramos a comprar y tirar. A vivir como si fuéramos la última generación que iba a vivir sobre la Tierra. Podíamos acabar con todo, ensuciarlo todo, porque después de nosotros TODO se iba a extinguir. Y ¿si no era así? y ¿si el mundo nos sobrevivía? El problema, como las hipotecas, lo heredarían nuestros hijos. Así que allá ellos. Esos desalmados malcriados que nos desprecían porque no supimos educarlos.
Nuestro sistema, diseñado por los egoístas y los codiciosos, se sustenta sobre un débil engranaje: Producir cada día más, trabajar cada día más, comprar cada vez más y tirar más y más. Porque para llenarles los bolsillos a unos pocos hay que exprimir hasta la última gota de cada limón. Y hacemos jornadas laborales de más de ocho horas, para poder comprar cosas que a los 4 días estaban desfasadas y se deben tirar, para volver a comprar otras más modernas... Manteniendo al hombre siempre insatisfecho, con facturas sin pagar, para que no tenga tiempo de pensar, de sentarse a disfrutar de todas las cosas que no valen dinero, no producen plusvalías, pero son gratix.
Y todos éramos más o menos felices, más o menos infelices hasta que llegó el Peak Oil Day, el día que se consiguió extraer un número de barriles de petróleo que ya jamás, según los expertos, se volverá alcanzar. A partir de ese fecha, nuestro modo de vida tiene las horas contadas, cada vez hay menos petróleo para repartir entre más gente. Muchas cosas se encarecerán cada vez más y otras muchas simplemente desaparecerán.
Habrá que rediseñar el mundo, reinventar la manera de hacer todo lo que hoy hacemos, sin plásticos y mucho más caro. Traer los alimentos del otro lado del mundo dejará de ser barato, consumir agua de las islas fidji será más criminal que tonto. Deberemos replantearnos el precio de los viajes turísticos en avión, las ciudades sin coches, albergarán otras distancias que posibles.
Y en algún momento debamos aprender a producir menos cosas que duren mucho más, a dejar de comprar para tirar. Deberemos aprender a trabajar menos, a tener menos cosas que valgan más. Y sobre todo a sobrevivir bajo el duro yugo de todo ese tiempo libre que nos quedará.
Como sostiene el experto mundial Kjell Aleklett “El petróleo que queda bajo la tierra debe ser usado para construir una sociedad que no dependa de él”. Como claramente ha visto el afamado humorista y filósofo italiano Beppe Grillo “¿Por qué esperar a que se acabe el petróleo? ¡La edad de piedra no se acabó por falta de piedras!”
¿Qué harás tú cuando no tengas nada nuevo que comprar?

martes, 15 de septiembre de 2009

Más espacio para las esperanzas

El cerebro es una máquina maravillosa que nos lleva a engaño. No miramos y vemos. Nos movemos por costumbre y después de una a encontramos siempre una b. Rellnams las ltras en ls txts qe leeos sin dificltad. Nos creemos lo que nos dicen, si nos lo repiten. Caminamos como burros con orejeras por no pararnos a pacer nuestras dudas más simples. Hacemos lo que esperan que hagamos, sin pensar lo más mínimo en lo que queremos hacer. Pero allí delante de nuestras narices, si miramos con curiosidad infantil, como si todo fuera nuevo a estrenar, hay más de lo que pensamos. Más soluciones que problemas.
Pues este sólido sistema donde todo está atado y bien atado, tiene cientos de grietas por donde se cuela el aire fresco, por donde se escapan los divergentes y, a pesar de la férrea vigilancia, regresa la proscrita esperanza. Y en contra de lo decretado, a pesar de que todo está dicho y el final de la historia anunciado, este cuento acabado se resiste a morir arrodillado y, en píe, grita que otro mundo es posible y que en esta historia interminable, todo punto es tan sólo un nuevo punto y seguido.
Porque más allá de lo que vemos, hay un espacio fronterizo donde el sol calienta y la tierra rebelde se mantiene incólume y aún no se ha dejado clavar ninguna bandera. Hay lindes, umbrales, baldíos okupados, oscuros intersticios que no se pueden ni vender ni comprar, donde se han incendiado todos los intentos de instaurar un registro de la propiedad, donde todos los medios justifican otro final. Un espacio indómito e innombrado donde el intercambio de conocimiento es gratix y todavía no se pagan ni tasas ni impuestos, quizás sólo una caña en cualquier bar.
Un espacio al margen del bien y del mal, en las tranquilas aguas de la alegalidad, donde fluyen los sólidos y se solidifica, poco a poco, lo etéreo. Plazas fuertes, ágoras revisitadas, donde las ideas no se descartan sin discutirlas. Lugares salpicados aquí y allá, en las orillas de las ciudades, en las esquinas de los bosques, en los márgenes de los cultivos o en los márgenes de los cuadernos escolares, donde se posan las ideas más peregrinas. Y hoy descansan y mañana arraigan y brotan pasado mañana. Es a estas orillas a las que llegan todos los mensajes encerrados en botellas desesperadas. Es en los rincones olvidados de la cultura subvencionada, en los fragmentos de los edificios derruidos que guardan la memoria de lo que pudo ser, en la memoria rescatada de los valientes que perdieron las anteriores batallas, en el recuerdo de lo que está bien. Es en esos territorios fragmentados que salpican el mundo real y el mundo virtual, donde se resguarda la biodiversidad de toda la fauna fantástica, se depositan las llaves extraviadas de todas las utopías y descansa mi esperanza en la humanidad, engalanándose para recibir a los niños que la harán realidad.
Imagen: Tubérculo, de Carmen Calvo

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Islas de las especies

Indonesia. Cientos de miles de personas, cientos de miles de islas. Ahora por encima, ahora por debajo del ecuador. Otra latitud para el ávido e inquieto navegante. Otros colores más verdes, otro ritmo, donde las cortas distancias son infinitas y el tiempo ni tan siquiera se mide. No hay prisa para llegar a un acuerdo en el precio, cuando a la mañana vacía le sigue un tarde calma. No hay límite de velocidad, cuando enjambres de ciclomotores rodean el horizonte, transportando familias completas o cargas asombrosas, de aquí para allá, en un caos controlado, donde la precisión de la costumbre es el único milagro que minimiza las colisiones. 50 km/hora, gasolina a granel y embotellada.
Tantas diferencias con nosotros, como entre ellos. Miles de lenguas, miles de religiones, miles de etnias, miles de tradiciones, miles de cosmovisiones diferentes, miles de machetes en un difícil equilibrio que de tanto en tanto estalla y les hace perder literalmente la cabeza. Y, sin embargo, la mayoría de los días descansa en paz esta gente que vive sólo para la muerte.
Gente que sonríe mientras la jungla avanza devorando las carreteras y los volcanes humean amenazantes y los terremotos sacuden a los dormidos hoy aquí y mañana allí, derribando templos que habían esperado a los dioses durante milenios sin que nunca recibieran su visita.
Y sobre esas piedras secas, sobre esa fina capa de arena blanca, cuando no te das cuenta, renace el milagro y brota la selva que se devora a sí misma: en el ciclo continuo de creación, destrucción, renovación, que justifica a Brahma, Shiva y Vishnu que nacen de los ojos de las gentes que observaron pacientes la caída de las hojas sobre el suelo viviente de la selva. Donde las filas de termitas, que golosamente comen los orangutanes, digieren los árboles que caen para alimentar a los que nacer en busca del sol que esconde la maleza.
Y los hombres, que esperan el nuevo tsunami, levantan casas efímeras fáciles de montar y desmontar, entre las gallinas, patos, cerdos, búfalos, perros, gatos y chiquillos que se persiguen los unos a los otros, entre la abundancia de plantas preciosas que rodean las terrazas de los arrozales que huelen a canela, a clavo, a papaya, a madura banana. Y si no fuera porque no hay calles que recorrer, ni agua corriente, ni paz perenne me quedaría varado en las arenas blancas delante de los arrecifes aprendiendo a esperar con su tranquilidad la muerte. Devastando paciente la madera donde esculpir el tau-tau donde morara mi alma eternamente.

martes, 1 de septiembre de 2009

La velocidad nos detiene

"La velocidad nos detiene" Arranco de una pared esta frase... y me la llevo puesta, calzada o, más bien, pegada al cuerpo como lluvia que va calándome hasta los huesos.
Masco pausadamente su significado y el caramelo endulza mi paladar.
Dulce, como su engaño: Si me detengo, avanzo. Si paro, me contemplo, me conozco, me reconozco. Si me paro, averiguo qué quiero. ¿Qué quiero? Si me demoro, si me ralentizo, me vuelvo humano, me eleVO.
Apuro ávidamente la raspa de su significado y el caramelo tiene un regusto amargo.
Todo lo anunciado es mentira. Si sigo lamiendo la frase, después de desgastar su dulzura, llego a su centro amargo, a su esencia áspera. Si me detengo, pierdo mi velocidad de crucero, renunció a la inercia acumulada y como Ícaro, mal dotado para el vuelo, caigo y me estrello dentro del pánico que tengo de enfrentarme a mi mismo y no ser nada. Nada, desnudo de mis medallas, de vuestros aplausos, de tus palmadas en mi espalda. Estar vacío, no ser nada.
Y ahora que llega imparable la vuelta a la rutina, septiembre y el nuevo curso, recuerdo porque admiro a los trotamundos que arrastran su existencia sin hacer nada, ajenos al mundanal ruido y al éxito social. Ajenos.
Y ante el dilema de elegir entre la velocidad y la calma, ante la incertidumbre que genera una posible renuncia, me consuelo con el recuerdo del ritmo de mi respiración en el agua, mientras nado. Nada: un ritmo propio, que tarda en encontrarse, pero que con el tiempo se automatiza. Ni rápido, ni lento. Lo justo para garantizar el movimiento, para alargarlo lo suficiente, para volverlo constante, paciente e incansable. Lo suficiente para atreverme con la distancia que me separa de la mutable raya del horizonte. Lo suficiente para creer en la posibilidad de una isla, divisar un puerto y ancorar. Lo suficiente para creerme.
Foto: Lara Alegre