miércoles, 9 de septiembre de 2009

Islas de las especies

Indonesia. Cientos de miles de personas, cientos de miles de islas. Ahora por encima, ahora por debajo del ecuador. Otra latitud para el ávido e inquieto navegante. Otros colores más verdes, otro ritmo, donde las cortas distancias son infinitas y el tiempo ni tan siquiera se mide. No hay prisa para llegar a un acuerdo en el precio, cuando a la mañana vacía le sigue un tarde calma. No hay límite de velocidad, cuando enjambres de ciclomotores rodean el horizonte, transportando familias completas o cargas asombrosas, de aquí para allá, en un caos controlado, donde la precisión de la costumbre es el único milagro que minimiza las colisiones. 50 km/hora, gasolina a granel y embotellada.
Tantas diferencias con nosotros, como entre ellos. Miles de lenguas, miles de religiones, miles de etnias, miles de tradiciones, miles de cosmovisiones diferentes, miles de machetes en un difícil equilibrio que de tanto en tanto estalla y les hace perder literalmente la cabeza. Y, sin embargo, la mayoría de los días descansa en paz esta gente que vive sólo para la muerte.
Gente que sonríe mientras la jungla avanza devorando las carreteras y los volcanes humean amenazantes y los terremotos sacuden a los dormidos hoy aquí y mañana allí, derribando templos que habían esperado a los dioses durante milenios sin que nunca recibieran su visita.
Y sobre esas piedras secas, sobre esa fina capa de arena blanca, cuando no te das cuenta, renace el milagro y brota la selva que se devora a sí misma: en el ciclo continuo de creación, destrucción, renovación, que justifica a Brahma, Shiva y Vishnu que nacen de los ojos de las gentes que observaron pacientes la caída de las hojas sobre el suelo viviente de la selva. Donde las filas de termitas, que golosamente comen los orangutanes, digieren los árboles que caen para alimentar a los que nacer en busca del sol que esconde la maleza.
Y los hombres, que esperan el nuevo tsunami, levantan casas efímeras fáciles de montar y desmontar, entre las gallinas, patos, cerdos, búfalos, perros, gatos y chiquillos que se persiguen los unos a los otros, entre la abundancia de plantas preciosas que rodean las terrazas de los arrozales que huelen a canela, a clavo, a papaya, a madura banana. Y si no fuera porque no hay calles que recorrer, ni agua corriente, ni paz perenne me quedaría varado en las arenas blancas delante de los arrecifes aprendiendo a esperar con su tranquilidad la muerte. Devastando paciente la madera donde esculpir el tau-tau donde morara mi alma eternamente.

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