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A mi amigo, profesor de ética curtido en mil dialécticas,
constante lector de diarios, con quien siempre jugué a analizar a los últimos
simios, le temblaba la voz cuando su hijo pubescente le preguntó qué es la
virtud.
Para mi sorpresa, en su respuesta, no recurrió a la versión
aristotélica de la templanza, donde la virtud es la posición aconsejada para
sostener a las pasiones entre el exceso y el defecto. Para mi perplejidad, no
recurrió al catálogo teológico de las 7 cardinales: humildad, generosidad,
paciencia, templaza, caridad, diligencia e, incluso, castidad, que aparecen, de
uno u otro modo, reflejadas en todas las tradiciones de todos los vientos y los
mares.
En cambio, tras un largo silencio manteniendo firme su
mirada sobre la de su hijo y tragar saliva, le dijo:
-
La virtud
es un anacronismo: En el pasado un punto donde llegar. Hoy, un defecto, que
tenemos que evitar.
El joven y yo mismo, con la mandíbula inferior derrotada,
mostramos nuestra sorpresa a la espera de una mayor explicación que incrementó
nuestra perplejidad.
La virtud – nos
comentó- es el defecto de los crédulos
que creen en la actual bondad de los simios que nos rodean. Pero estamos en
manos de unos gorilas que no aprecian más virtud que el poder, a los que todos
rendimos pleitesía.
Son
virtuosos los chinos que dominan el comercio mundial, poseen las reservas de
divisas más importantes del mundo y compran vastas superficies del planeta en
los cinco continentes, sosteniendo su crecimiento en equilibrio sobre el
trabajo esclavo de su pueblo, niños incluidos.
Son
virtuosos los rusos que condicionan la geopolítica internacional, defienden
sangrientas dictaduras que masacran a sus pueblos, trafican con armas, drogas,
influencias, mujeres para multiplicar el número de millonarios analfabetos que
manejan este mundo.
Son
virtuosos los saudís que desprecian a las mujeres que mantienen la creencias en
las castas para reproducir los privilegios que les dan sus pozos crudos.
Son
virtuosos los millonarios, los mercados, los especuladores que multiplican sin
sentido los números que decoran sus cuentas corrientes y su insatisfacción, sin
cuidado del dolor que generan sus acciones.
Son
virtuosos los caudillos que gestionan lo público como si fueran sus cortijos y
desvían hacia sus bolsillos privados los recursos que deben garantizar el
bienestar de los suyos, sin que les tiemble la voz cuando pronuncian sus
mentiras.
Si estos
son los virtuosos, hijo mío, la virtud es un defecto. Si todo esto es cierto,
hijo mío, la cautela, la paciencia y la templanza son defectos. Pues ante un
mundo injusto sólo puede darse una virtud.
En esencia, en el siglo XXI, los hombres son las mismas
bestias bárbaras e inmisericordes que han sido desde los albores de la
historia. Una minoría de ellos lleva un largo camino tortuoso y poco fructífero
intentando hacer prevaler la humanidad a los instintos depredadores, sufriendo
persecución y escarnio y con un éxito más que dudoso, que puede considerarse
traición.
Desde tiempos inmemoriales los héroes, esgrimiendo buenas
razones o la palabra del altísimo, han iniciado cruentas cruzadas, donde a
sangre y fuego se han saqueado pueblos vecinos, se han esclavizado hombres y se
han profanado mujeres y niños para gloria y honor de las patrias, los pendones
y los honrados caballeros. En estas aventuras siempre ha habido tres partes,
los que han sufrido, los que se han enriquecido y los que han mirado hacia otro
lado aterridos por el miedo, convirtiéndose en indignos de llamarse hombres.
Las razzias siempre las padecen los otros: los bárbaros,
los extranjeros, los enemigos, los infieles, los cerdos impuros, los
diferentes. A estos, aparentemente similares a nosotros, la machacona máquina
de la propaganda o la prédica desde los altares les ha negado nuestra misma
condición humana para permitir su explotación, su esclavitud, su humillación,
su saqueo, su exterminio. Así siempre, en todas las guerras (santas o no), en
las cruzadas, en la colonización de todos las fronteras, en todas las guerras
civiles o tribales, en el exterminio nazi, en los Balcanes.
Siempre con el mismo resultado, muertos olvidados,
oprimidos salvajemente atropellados y hombres de bien ensalzados en los altares
del honor y de la gloria, próceres que amasaron sus fortunas comerciando con
esclavos, magnates que construyeron su apellidos sobre el expolio de los otros,
vampiros depredadores de las riquezas de los asesinados, nuevos ricos
expoliadores de las riquezas de lo común, sean tierras del pueblo, sean
industrias públicas.
Y en la última década de nuestro S.XXI, gracias a la
economía especulativa y la nueva crisis mundial, los hombres de éxito y bien
están realizando un eficiente saqueo global sin mancharse la manos de sangre:
La especulación con materias primas alimentarias generan hambrunas que matan
directamente a miles de niños en las áreas productoras de alimentos. La
especulación con derivados financieros y la titularización de cédulas
hipotecarias ha desahuciado de sus hogares a miles de familias, no sin antes
arrancarles a estas y sus redes sociales hasta su última reserva de ahorros;
así como ha despojado de sus sudados ahorros a desprotegidos pensionistas. El
fantasma de las necesidades del sistema para activar la economía y la lucha
contra el demonio del déficit público les está permitiendo empobrecer a sus
súbditos, reducir sus derechos, incrementar el peso de sus yugos y saquear la
herencia de sus hijos que serán iletrados al carecer de educación de calidad y
vivirán menos por carecer de sanidad pública.
Pero esta vez la razzia es de ellos contra nosotros, de los
magnates y sus secuaces contra todos nosotros, pequeños peatones que pagamos
los impuestos con los que se enriquecen. Y nuestros gobiernos, que no nos
representan, nos engañan con sus trapos.
La visión benevolente de la desigualdad
económica se justifica en la idea de que las fuertes diferencias de renta y
modo de vida proporciona a los individuos incentivos para su superación:
Esforzarse para vivir tan bien como los ricos.
Esta visión de catequesis era la
dominante cuando los economistas creían que únicamente los muy ricos ahorraban
y que sin ellos no habría inversiones ni creación de riqueza. Pensaban que los
trabajadores (los pobres) tendían a gastar todo lo que ganaban, pues siempre
han tenido tendencia a estirar más el brazo que la manga, o siempre se les ha
tenido en una situación límite que les lleva a fin de mes pendientes del
ingreso de la nómina y suspirando para que no surja un imprevisto que no puedan
afrontar, bien sea una reparación, bien sea una visita al médico. Los
economistas clásicos, pensaban que si todo el mundo tuviera los mismo ingresos
(relativamente) bajos, no habría ahorro, ni inversión, ni crecimiento
económico; por lo que proclamaban que los ricos no eran importantes per sé,
pero era primordial tenerlos por ahí para que ahorraran, aumentaran su capital
y proporcionaran los recursos para alimentar la máquina del crecimiento
económico. Se suponía que los ricos eran receptáculos para la individualización
de los ahorros. No iban a gastar y disfrutar de su riqueza más que los demás, y
por tanto todos los excedentes eran ahorrados e invertidos productivamente.
Ignoraban estos teóricos bienpensantes el consumo suntuario, las adicciones y
los productos especulativos de los últimos años, mucho más atractivo que la
industria y sus escasos beneficios. Y lo llegaron a pensar de verdad y a píes
juntillas.
No obstante, esta visión decimonónica
del rico industrial paternalista prócer de la patria y adalid de la industria
se ha reducido hoy a un manido cliché que sólo sirve para salvar algún culebrón
de mediodía.
En el siglo XXI la inversión productiva
que genera riqueza, empleo y multiplica las oportunidades puede financiarse a
partir de los ahorros de la clase media y desarrollarse con los conocimientos y
la emprendeduría de los peatones. Y, consecuentemente, el discurso machacón de
la derechas y los teleteparties que justifica la reducción de impuestos para
las fortunas no se sustenta en su necesidad para generar empleo, sino en la
obstinada defensa de sus prebendas. La exención del IBI a la iglesia no genera
empleo, la amnistía fiscal a los defraudadores no financia la administración
pública, impuestos bajos o casi inexistentes a las grandes fortunas y sus
sociedades diseñadas para evadirlos no tienen ninguna repercusión en el impulso
de la economía productiva, sobre todo, en un país donde nuestra clase acomodada
no ha sido nunca emprendedora, industrial e innovadora, sino rentista y
parasita. La inyección de capital público (bien sea procedente del Banco
Central Europeo o de las arcas del Estado) en los bancos mal gestionados y en
quiebra no genera crédito ni al consumo, ni comercial.
Ninguna de estas medidas, que sólo hacen
que los ricos paguen menos y expolian los bolsillos de los pobres para mantener
sus privilegios, permitirán la salida de la crisis. Activar el consumo
reduciendo el IVA, impidiendo los despidos, subvencionando la generación de
empleo y haciendo que instituciones públicas de crédito hagan fluir crédito a
las actividades productivas podrían ser una solución para muchos. Seguir por el
camino iniciado significa subvencionar la vida regalada de las grandes fortunas
ociosas, especuladoras y claramente inoperantes, adelgazar la clase media hasta
su mínima expresión, negar las oportunidades a nuestro jóvenes mejor
preparados, empobrecer a la clase trabajadora hasta niveles tercermundistas y
hacer crecer una nueva clase de indigentes intocables sin derecho a los
derechos fundamentales de nuestra carta magna.