viernes, 27 de julio de 2012

Virtudes menudas

La niña sisa las vueltas a la abuela cuando va a comprar el pan. Los niños se chivan a la profa. Maruja se cuela en la parada de la fruta y el desempleado en el metro. Los jubilados desde su banco miran con lascivia el pliegue de las faldas de las chiquillas mientras mantienen en blanco sus conversaciones. Las abuelas se hacen trampas al bingo disputándose una estampilla del santo del día. El cívico amigo de los animales olvida recoger el regalito de su buldog en medio de la vía pública si ningún vecino lo vigila. La mujer de la limpieza distrae material escolar para sus chiquillos, cuando el empleado de la empresa entretiene su tiempo llamando a cuenta de la empresa a su cuñada de Lugo o chateando por Facebook con una aburrida ama de casa a quien ya no le enciende su marido. El presidente de la comunidad de vecinos se embolsa el 5% de las obras de rehabilitación del terrado si se lo encarga a un conocido del bar especialista en hacer obras sin permiso del ayuntamiento. El reputado profesor de derecho romano circula a 160 km por hora de media por las carreteras comarcales armado con un detector de radares. La estirada feligresa de misa diaria solicita todas las facturas de la redecoración de su piso sin IVA y financia el aborto de su ahijada lejos de los ojos de las censoras del café Maurí. Los exigentes profesionales liberales se imputan como gasto de oficina las comidas de su hijo en Londres, las copas en las barras americanas y el iPad de la niña mientras que incrementan su contabilidad en B. El pagés especializado en duelos y quebrantos guarda bajo un ladrillo lo que ha levantado a Europa en subvenciones mientras solicita la denominación de origen del burrito sabanero.
Virtudes menudas de una inteligencia práctica imprescindible para atravesar esta espesa jungla nacional. Todos coinciden en el uso de una doble vara de medir: exigiendo a los demás el cumplimiento estricto de las normas, sacando el provecho de los márgenes de la legalidad en beneficio propio.
No debe extrañar que en este saco de pulgas se mire mal a la manzana sana y se elogie la astucia del que saca más provecho del bolsillo ajeno.
No debe sorprendernos que cuando la tentación es más grande nuestra habilidad nos permita un mayor virtuosismo: Pagar a nuestros empleados sin contrato al menos una parte en negro. Importar piezas de contrabando que se saltan los controles de calidad. Ir al jefe con el cuento. Cobrar por asesorar a la empresa sobre eres y erre que erre. Publicitar productos que no sirven para nada pero que se vuelven imprescindibles. Imponer a los pubescentes modelos anoréxicos, sexo mecánico y autoestima por debajo de cero en la programación infantil. Introducir productos que producen cáncer, diabetes o soriasis. Comercializar productos que dicen que combaten el cáncer, la diabetes o la soriasis sin resultado clínico probado. Colocar preferentes a abuelitos confiados o con las facultades plenamente mermadas. Enchufar a la prima sin riesgo como asesora en el ayuntamiento sin títulos ni presentaciones. Pagar nuestros vicios privados con fondos públicos. Mentir para beneficiar el negocio de un amigo que nos devolverá un favor. Prevaricar o indultar para garantizarnos una jubilación dorada. Importar armas a países en conflicto bajo el eufemismo de ayuda al desarrollo. Mirar en dirección contraria ante la trata de blancas. Encarecer la educación a los chicos de los barrios obreros, no vaya a ser que uno pueda sobrevivir a un hogar desestructurado y convertirse en un genio. Malbaratar el ecosistema y la biodiversidad a cambio del amarre de un yate. Especular con las reservas de alimentos produciendo hambrunas criminales. Invertir el principio de robin hood y, siguiendo los criterios de los expertos económicos, expoliar a los pobres para engordar la gota de los ricos. Cambiar la substancia de la democracia hasta hacer que parezca un cercado para ovejas. Y algunas cosas que no soy capaz de describir y otras que ni me atrevo a imaginar.  
Menudas virtudes de las inteligencias más prácticas de las alimañas que mejor  se desenvuelven en esta espesa jungla nacional donde quieren hacer pervivir el derecho natural donde prevalece sino el más fuerte el menos remilgado.  
No debe extrañar que en este saco de pulgas se mire mal a la manzana sana y se elogie la astucia del que saca más provecho del bolsillo ajeno. Total, todos coinciden en el uso de una doble vara de medir: exigiendo a los demás el cumplimiento estricto de las normas, sacando el provecho de los márgenes de la legalidad en beneficio propio.

domingo, 15 de julio de 2012

La velocidad

Vengo de cruzar una basta tierra donde las personas no corren y mecidas entre el amanecer y el atardecer existen densamente. Acompasan sus movimientos a la música leve que desprende el paso de las horas. En esas tierras no han olvidado a acompasar su respiración al crecimiento de la hierba, sus pasos los latidos de la cebada y la vid.
Vengo de cruzar una basta extensión de tierra donde las personas recuerdan que el trabajo es un castigo injusto y rehúyen de su exceso. Una tierra por donde se entrelazan laberínticas calles enemistadas con los automóviles y se abren plazas llenas de esquinas donde es imposible evitar las conversaciones más banales.
Vengo de cruzar un tierra donde lo que sobra es el tiempo y se eluden las obligaciones artificiales. Donde se avance despacio y no se retrocede ni un solo paso. Donde jugar con los cachorros es el único deber sagrado, donde hablar/criticar a los vecinos es un arte. Donde con paciencia se ha encontrado el tiempo necesario para extraer el néctar a los cereales.
Los pasos que he necesitado para cubrir tan basta extensión me han recordado que no todos corren, que mi velocidad y mi carrera no es una condena, sino una elección, que puedo aminorar mi marcha. Y he decidido desacelerar.
Ahora, que he regresado ha esta pequeña isla de locos velocípedos/velocepatas, he decidido recordar el ritmo con el que crece la hierba, aislarme de su inercia, preservarme de su locura. Respirar. Y en cada respiración, pensar. Ahorrar mi tiempo para las cosas que merecen la pena: nosotros. No ellos.