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La niña sisa las vueltas a la abuela cuando va a comprar el
pan. Los niños se chivan a la profa. Maruja se cuela en la parada de la fruta y
el desempleado en el metro. Los jubilados desde su banco miran con lascivia el
pliegue de las faldas de las chiquillas mientras mantienen en blanco sus
conversaciones. Las abuelas se hacen trampas al bingo disputándose una
estampilla del santo del día. El cívico amigo de los animales olvida recoger el
regalito de su buldog en medio de la vía pública si ningún vecino lo vigila. La
mujer de la limpieza distrae material escolar para sus chiquillos, cuando el
empleado de la empresa entretiene su tiempo llamando a cuenta de la empresa a
su cuñada de Lugo o chateando por Facebook con una aburrida ama de casa a quien
ya no le enciende su marido. El presidente de la comunidad de vecinos se
embolsa el 5% de las obras de rehabilitación del terrado si se lo encarga a un
conocido del bar especialista en hacer obras sin permiso del ayuntamiento. El
reputado profesor de derecho romano circula a 160 km por hora de media por
las carreteras comarcales armado con un detector de radares. La estirada
feligresa de misa diaria solicita todas las facturas de la redecoración de su
piso sin IVA y financia el aborto de su ahijada lejos de los ojos de las
censoras del café Maurí. Los exigentes profesionales liberales se imputan como
gasto de oficina las comidas de su hijo en Londres, las copas en las barras
americanas y el iPad de la niña mientras que incrementan su contabilidad en B.
El pagés especializado en duelos y quebrantos guarda bajo un ladrillo lo que ha
levantado a Europa en subvenciones mientras solicita la denominación de origen
del burrito sabanero.
Virtudes menudas de una inteligencia práctica imprescindible
para atravesar esta espesa jungla nacional. Todos coinciden en el uso de una
doble vara de medir: exigiendo a los demás el cumplimiento estricto de las
normas, sacando el provecho de los márgenes de la legalidad en beneficio
propio.
No debe extrañar que en este saco de pulgas se mire mal a
la manzana sana y se elogie la astucia del que saca más provecho del bolsillo
ajeno.
No debe sorprendernos que cuando la tentación es más grande
nuestra habilidad nos permita un mayor virtuosismo: Pagar a nuestros empleados
sin contrato al menos una parte en negro. Importar piezas de contrabando que se
saltan los controles de calidad. Ir al jefe con el cuento. Cobrar por asesorar
a la empresa sobre eres y erre que erre. Publicitar productos que no sirven
para nada pero que se vuelven imprescindibles. Imponer a los pubescentes
modelos anoréxicos, sexo mecánico y autoestima por debajo de cero en la
programación infantil. Introducir productos que producen cáncer, diabetes o
soriasis. Comercializar productos que dicen que combaten el cáncer, la diabetes
o la soriasis sin resultado clínico probado. Colocar preferentes a abuelitos
confiados o con las facultades plenamente mermadas. Enchufar a la prima sin
riesgo como asesora en el ayuntamiento sin títulos ni presentaciones. Pagar
nuestros vicios privados con fondos públicos. Mentir para beneficiar el negocio
de un amigo que nos devolverá un favor. Prevaricar o indultar para
garantizarnos una jubilación dorada. Importar armas a países en conflicto bajo
el eufemismo de ayuda al desarrollo. Mirar en dirección contraria ante la trata
de blancas. Encarecer la educación a los chicos de los barrios obreros, no vaya
a ser que uno pueda sobrevivir a un hogar desestructurado y convertirse en un
genio. Malbaratar el ecosistema y la biodiversidad a cambio del amarre de un
yate. Especular con las reservas de alimentos produciendo hambrunas criminales.
Invertir el principio de robin hood y, siguiendo los criterios de los expertos
económicos, expoliar a los pobres para engordar la gota de los ricos. Cambiar
la substancia de la democracia hasta hacer que parezca un cercado para ovejas. Y
algunas cosas que no soy capaz de describir y otras que ni me atrevo a
imaginar.
Menudas virtudes de las inteligencias más prácticas de las
alimañas que mejor se desenvuelven en
esta espesa jungla nacional donde quieren hacer pervivir el derecho natural
donde prevalece sino el más fuerte el menos remilgado.
No debe extrañar que en este saco de pulgas se mire mal a
la manzana sana y se elogie la astucia del que saca más provecho del bolsillo
ajeno. Total, todos coinciden en el uso de una doble vara de medir: exigiendo a
los demás el cumplimiento estricto de las normas, sacando el provecho de los
márgenes de la legalidad en beneficio propio.
Vengo de cruzar una basta tierra donde las personas no
corren y mecidas entre el amanecer y el atardecer existen densamente. Acompasan
sus movimientos a la música leve que desprende el paso de las horas. En esas
tierras no han olvidado a acompasar su respiración al crecimiento de la hierba,
sus pasos los latidos de la cebada y la vid.
Vengo de cruzar una basta extensión de tierra donde las
personas recuerdan que el trabajo es un castigo injusto y rehúyen de su exceso.
Una tierra por donde se entrelazan laberínticas calles enemistadas con los
automóviles y se abren plazas llenas de esquinas donde es imposible evitar las
conversaciones más banales.
Vengo de cruzar un tierra donde lo que sobra es el tiempo y
se eluden las obligaciones artificiales. Donde se avance despacio y no se
retrocede ni un solo paso. Donde jugar con los cachorros es el único deber
sagrado, donde hablar/criticar a los vecinos es un arte. Donde con paciencia se
ha encontrado el tiempo necesario para extraer el néctar a los cereales.
Los pasos que he necesitado para cubrir tan basta extensión
me han recordado que no todos corren, que mi velocidad y mi carrera no es una
condena, sino una elección, que puedo aminorar mi marcha. Y he decidido
desacelerar.
Ahora, que he regresado ha esta pequeña isla de locos
velocípedos/velocepatas, he decidido recordar el ritmo con el que crece la
hierba, aislarme de su inercia, preservarme de su locura. Respirar. Y en cada
respiración, pensar. Ahorrar mi tiempo para las cosas que merecen la pena:
nosotros. No ellos.