Vengo de cruzar una basta extensión de tierra donde las personas recuerdan que el trabajo es un castigo injusto y rehúyen de su exceso. Una tierra por donde se entrelazan laberínticas calles enemistadas con los automóviles y se abren plazas llenas de esquinas donde es imposible evitar las conversaciones más banales.
Vengo de cruzar un tierra donde lo que sobra es el tiempo y se eluden las obligaciones artificiales. Donde se avance despacio y no se retrocede ni un solo paso. Donde jugar con los cachorros es el único deber sagrado, donde hablar/criticar a los vecinos es un arte. Donde con paciencia se ha encontrado el tiempo necesario para extraer el néctar a los cereales.
Los pasos que he necesitado para cubrir tan basta extensión me han recordado que no todos corren, que mi velocidad y mi carrera no es una condena, sino una elección, que puedo aminorar mi marcha. Y he decidido desacelerar.
Ahora, que he regresado ha esta pequeña isla de locos velocípedos/velocepatas, he decidido recordar el ritmo con el que crece la hierba, aislarme de su inercia, preservarme de su locura. Respirar. Y en cada respiración, pensar. Ahorrar mi tiempo para las cosas que merecen la pena: nosotros. No ellos.
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