martes, 1 de septiembre de 2009

La velocidad nos detiene

"La velocidad nos detiene" Arranco de una pared esta frase... y me la llevo puesta, calzada o, más bien, pegada al cuerpo como lluvia que va calándome hasta los huesos.
Masco pausadamente su significado y el caramelo endulza mi paladar.
Dulce, como su engaño: Si me detengo, avanzo. Si paro, me contemplo, me conozco, me reconozco. Si me paro, averiguo qué quiero. ¿Qué quiero? Si me demoro, si me ralentizo, me vuelvo humano, me eleVO.
Apuro ávidamente la raspa de su significado y el caramelo tiene un regusto amargo.
Todo lo anunciado es mentira. Si sigo lamiendo la frase, después de desgastar su dulzura, llego a su centro amargo, a su esencia áspera. Si me detengo, pierdo mi velocidad de crucero, renunció a la inercia acumulada y como Ícaro, mal dotado para el vuelo, caigo y me estrello dentro del pánico que tengo de enfrentarme a mi mismo y no ser nada. Nada, desnudo de mis medallas, de vuestros aplausos, de tus palmadas en mi espalda. Estar vacío, no ser nada.
Y ahora que llega imparable la vuelta a la rutina, septiembre y el nuevo curso, recuerdo porque admiro a los trotamundos que arrastran su existencia sin hacer nada, ajenos al mundanal ruido y al éxito social. Ajenos.
Y ante el dilema de elegir entre la velocidad y la calma, ante la incertidumbre que genera una posible renuncia, me consuelo con el recuerdo del ritmo de mi respiración en el agua, mientras nado. Nada: un ritmo propio, que tarda en encontrarse, pero que con el tiempo se automatiza. Ni rápido, ni lento. Lo justo para garantizar el movimiento, para alargarlo lo suficiente, para volverlo constante, paciente e incansable. Lo suficiente para atreverme con la distancia que me separa de la mutable raya del horizonte. Lo suficiente para creer en la posibilidad de una isla, divisar un puerto y ancorar. Lo suficiente para creerme.
Foto: Lara Alegre

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