martes, 1 de diciembre de 2009

Extender el Infierno

Lamentablemente, los más viles pecadores ya no creen en el infierno, porque hace ya muchos años que no recuerdan como las llamas calentaban las iglesias, como estruendos inesperados se acompasaban a las operas.
Desgraciadamente, los más recalcitrantes pecadores ya no temen al diablo, porque saben que el arrepentimiento administrado en el último segundo, junto al viático, salva sus huesos de la trena, sin tener que devolver las 20.000 libras malversadas en el ejercicio de su deber.
Desafortunadamente, los más consagrados pecadores ya no temen a los perros hambrientos cuando cruzan las calles oscuras, porque saben que hace ya muchos años que estamos domesticados y caminamos con el rabo entre las piernas. Saben que ninguno de los pulgosos se levantará a poner fin a la falta de ética en el mercado, soltando incontrolables y rabiosos bocados en sus culos bien sentados.
Y mientras tanto, en este valle de lágrimas, donde nadie tira la primera piedra, los banqueros extraen hasta la última gota de sangre de los pobres, mientras la justicia ciega, maniatada y bien pagada mira siempre para el mismo lado.
Lamentablemente, desde que la carcoma derribo el muro de Berlín, no quedan rojos oscuros con ideologías contagiosas a los que temer; los ricos, crecidos por la facilidad con que pasa un camello por el ojo de una aguja, aplican siempre el mismo final a todos los cuentos: los beneficios se reparten entre los menos posibles, las perdidas son pagadas por todos menos por ellos.
Lamentablemente, es necesario extender el Infierno, porque ahora que cada vez un mayor número de personas tienen miedo al paro y su abismo, no podemos permitir que los que nos condujeron hasta aquí no se quemen con nosotros en el pavor a su propio averno.
Fotografía: Danweng Xing

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