lunes, 13 de septiembre de 2010

La distancia de la sordina

Ellos saben dónde vamos y porqué hemos llegado hasta aquí. Ellos conocen lo que nos ocultan y nos cuentan otras milongas. Ellos saben el valor de las cosas y que nosotros no valemos nada. Ellos se guían por la naval ley del mal menor: saben en cada instante que salvaguardar a todo costa (Ellos) y que se puede sacrificar (lo demás).
Ellos saben perfectamente a quien benefician sus medidas, a quien perjudican sus recortes y, aún así, miran a cámara con su semblante más serio y repiten que no hay más remedio que hacer lo hecho. Ellos mienten sin recato, defienden mentiras grandes como puños sin que les tiemble la voz, conscientes de que su palabra no vale nada. Incrédulos de que tanta gente les crea.
Ellos rectifican sin reparo. Ellos incumplen sus promesas extrañados de que haya quien las haya alguna vez creído. Ellos hacen lo que tienen que hacer, sorprendidos de que además tengan que dar razones a una chusma tan zoquete, tan incauta. Ellos guían el planeta por el camino recto, que sólo nosotros vemos oscuro y sinuoso; porque Ellos son los únicos que se ocupan del bien público y nosotros, zánganos hedonistas, retozamos en el lodo.
Ellos son los esforzados servidores de la patria y nosotros los hedonistas consumidores que sólo sabemos criticar. ¿Qué sabemos nosotros? ¿Con que derecho opinamos? Si nada sabemos de los intereses imbricados que están detrás, de las deudas que embargan a nuestro estado, a nuestro futuro, de las cantidades ingentes de dinero que debemos y no podemos devolver a los unos y a los otros; de los favores y compromisos heredados que tienen con ricos y con poderosos.
Nosotros vivimos felices, mientras Ellos trabajan duro por perpetuarse, porque la cosa no vaya a más. Nosotros no nos enfrentamos a los monstruos feroces que nos amenazan, son ellos quienes nos protegen de las tinieblas y los vahos que manan de sus alcantarillas. Ellos les dan lo que les piden y satisfacen su hambre para que nos dejen vivir. No importa cuanto hayamos de sufrir, Ellos negocian el precio, Ellos engrasan la maquina, Ellos se protegen para que el barco continúe a flote. Ellos, las ratas; nosotros, el lastre.
Nosotros, como niños malcriados y desagradecidos, queremos mostrar nuestro salvaje descontento cuando la cosa va mal. Nosotros, indefensos y desorganizados, defendemos nuestro derecho a la pataleta; y, en las fechas señaladas, cuando Ellos representan sus más descaradas patrañas queremos acercarnos a Ellos los insignes héroes patrios que nos guían. Abuchearlos y, si fuese necesario, insultarlos. Nosotros, agotados, famélicos, desahuciados, sólo queremos hacerles saber el desencanto que nos provoca sus actos, el asco que nos provoca su existencia.
Pero olvidamos que son Ellos, los sufridos servidores de lo público, los sacrificados, los santos varones, los que tienen la sartén por el mango. Ellos se miran los unos a los otros, enemigos incondicionales de uno y otro bando, y en seguida se ponen de acuerdo. Ellos se convencen que no son merecedores de la ignominia de nuestros abucheos, del peso de nuestros insultos, de la humedad de nuestros lapos. Y como no pueden cambiar nuestra opinión, se guarecen y nos apartan. Hacen crecer la distancia de seguridad que les separa de su amado pueblo por el que tanto se sacrifican, para continuar haciendo oídos sordos a sus insultos, que desde la lejanía les llegan en sordina, como si fueran pocos, como si no existiesen.

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