Todos los años anteriores hemos sido derrotados. Tras las fiestas, la cuesta de enero nos deja sin aliento, le han sisado demasiado días a febrero y en marzo ya hemos abandonado a nuestro coleccionable en fascículos y al inaugurar la primavera ya preguntamos: quien me ha robado el mes de abril. Y en esta ya hemos perdido un tercio. Llegamos demasiado vírgenes a mayo para apretar suficientemente fuerte el paso, las verbenas crecen cual malas hierbas en junio y el calor es lo único que nos aprieta en julio, y por dejarlo todo para después de las vacaciones de agosto hemos perdido otro terció. Septiembre lo pasamos agobiados por recuperar los exámenes perdidos, octubre es el único mes valido, excepción que no cumple la regla y el mal menor nos obliga a salvar los muebles, los días de noviembre los perdemos rastrillando entre las hojas caídas y en diciembre deambulando arrastrando las culpas por haber incumplido hasta que nos dan las uvas y cambiamos propósitos por deseos para el año próximo como si nos encorriera la parca.
Los viejos que sacan su silla de mimbre y enea a la puerta de sus casas los días que luce el sol, no hacen propósitos y ya ni parpadean, pues saben que son los días quienes empujan y las noches quienes aprietan; que las horas pasan despacio, pero los años se nos van en un suspiro; que nadie sabe ni porqué, ni cómo, ni cuando nos da un giro la vida y mucho menos cuando tuerce una esquina, que es difícil recordar cual fue el suceso, la decisión o el cambio que hoy nos explica o si hemos llegado al punto donde nos encontramos a trompezones y trastabillados. Al igual que saben que hilando el tiempo perdido y remendando los ratos muertos no se tejen días nuevos, que los propósitos se vuelven recuerdos y los recuerdos se deshilachan en el cajón del olvido, y que la oportunidad está más calva que ellos.
Y los propósitos de los jóvenes mudan más de camisa que las serpientes.
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