domingo, 4 de abril de 2010

Ciudadela interior

Aquí, sobre la fresca hierba de la primera primavera, bajo el calor tímido del sol que intenta dejar de ser invierno, en el interior de mi ciudadela, se mantienen intactos y firmes los últimos bastiones que defienden mi sonrisa y mi calma.
Bajo esta luz, dentro de esta música es más sencillo sentir el movimiento continuo del cosmos, las endiabladas zigazagas del kaos, en un baile perpetuo que busca un elegante equilibro entre el placer y el dolor.
En el parque, ciutadela exterior, sonríen los niños casi tan felices como los canes que los persiguen lengua fuera, extienden sus pareos sus padres y, sobre ellos, ofrecen sus cansados cuerpos al sol, esperando que los fertilicen, y a su lado se acercan sus mujeres que tejen un instante de olvidada y efímera felicidad.
Calman mis heridas, el ir y venir feliz de las otras vidas. Los besos apasionados que percuten, ajenos a mi, pero a mi lado. Los juegos de los muchachos. La deriva del resto de los solitarios. Iluminados todos por el sol, siempre tan democrático. Porque la vida sigue aquí, aunque nos guardemos de ella, la ignoremos o evitemos mirarla a los ojos. Esos ojos suyos que nos hipnotizan y nos obligan a sumergirnos en su juego perpetuo, en su feria continua, de ínfimas derrotas y grandes premios.
Y es aquí, sobre la hierba, bajo el sol, rodeado de sus alegrías, desde donde mis huesos maltratados, mis nervios anudados se desperezan y recuerdan que nada demolerá mi ciudadela interior, donde guardo mi utopía chiquita, mi mirada infantil y al genuino primate que sostiene mi piel.

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