
Nuestro egoísmo nos empujaría a vivir como en nuestros sueños, dónde somos absolutos soberanos, todo es posible, nadie sale herido y no hay repercusiones. O como en las series de dibujos animados, donde el daño generado en una escena no deja huella para la siguiente corrediza.
Los tiempos nos empujan a acomodarnos en un egoísmo postadolescente, una evasión constante. Queremos mantenernos siempre alejados de las responsabilidades, de las decisiones ponderadas, de la valoración de los impactos de cada uno de nuestros pasos. Y aún conscientes de que no es posible, siempre que podemos lo evitamos: que decidan los demás.
Los medios nos facilitan un lugar para nuestro egoísmo postadolescente: las redes sociales, las webs nos permiten transmutarnos en avatares vacíos a quien nadie puede pedir responsabilidades, sobre los que no se puede abrir una causa legal. Y nuestra cobardía puede esconderse en un número creciente de heterónimos, o simplemente llenar parcelas de aburrimiento en un tráfico poco ético de Sims.
Difícil valoración de un trastorno, que no conduce a ninguna parte: una vida para enanos.
Ilustración: Javier Tejero
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