miércoles, 17 de marzo de 2010

La libertad en el vacío

En principio, podría pensarse que moverse o avanzar en el vacío debería ser más fácil, más cómodo y menos cansado que en una atmósfera gravitacional, ya que nada ni nadie opone la más mínima resistencia a nuestro avance o a nuestras intenciones, y que, en ausencia de peso, deberíamos movernos gráciles y livianos. Pero, todo lo contrario, en el vacío el desplazamiento es casi imposible. Nada te sustenta, nadie te sostiene y, en ausencia de puntos de apoyo o agarres, el movimiento es imposible.
Nada nos detiene, no existen arenas movedizas, ni oscuras ciénagas, ni imbrincadas junglas en el vacío que dificulten nuestros pasos, pero el avance es casi un sueño, escapar casi una quimera.
Sin ayuda alguna del exterior, sin soporte para una palanca, todo movimiento depende exclusivamente de la energía interior de los cuerpos suspendidos o, en último caso, de la fortuna de ser atraído por un campo gravitatorio que pase por allí.
El astronauta en sus paseos espaciales conoce el peligro y se aferra a los vínculos que le salvaguardan del vacío, pues desconfía de su energía interior y, más aún, de la benevolencia de los cuerpos celestes.
En el mismo sentido la libertad absoluta también impide nuestro movimiento y el desarraigo nos atenaza. El exceso de opciones ciega nuestra capacidad de elección y provoca la inmovilidad. Así, el nómada que no tiene nada, no puede desearlo todo, sino quiere condenarse a caminar en círculos hasta su extenuación. Eso dicen que dicen los posos del café suspendidos en mi taza vacía. Pero yo todavía no me he apurado.

No hay comentarios: