lunes, 30 de mayo de 2011

El silencio de los corderos

Si te paras un instante y observas con detenimiento e interés el rebaño, verás como los corderos tiemblan constantemente mientras pacen.
A simple vista puedes creer que las ovejas sonríen satisfechas mientras devoran tanto la verde hierba de la primavera abundante, como cuando degluten los secos pastizales de los campos agotados, como ahora. Pero, si te fijas, verás como constantemente tiemblan, sacudidas por un miedo no digerido que ya no comprenden. No recuerdan que es lo que temen: Si a los peludos perros que las rodean sin parar de ladrarles evitando cualquier discrepancia, cualquier resistencia al avance, cualquier intento de fuga hacia delante o hacia otra parte. Si al cayado pastor sujeto a su callado que ordena a los canes y tiene potestad para decidir quienes entran, quienes salen. O incluso a algo o alguien más abstracto y distante que saben manda sobre el todopoderoso pastor y continuamente le reclama sacrificios para saciar un apetito inagotable que siempre requiere más víctimas, más lana, más sangre.
El rebaño ha aprendido a subsistir a este continuo sacrificio mediante el desarrollo de elaboradas técnicas de autodefensa: El olvido no les permite recordar los que ayer estaban y hoy se han ido. La inconsciencia les permite pacer ajenos al ruido silencioso de las sierras eléctricas de los mataderos que esperan sus huesos. La indiferencia les permite creer que serán otros los desaparecidos los sacrificados. La arrogancia o la locura les hace creerse perros o pensarse incluso pastores.
Pero, de tanto en tanto, en medio de esa mayoría silenciosa que parece sonreír por cosas insignificantes mientras no para de temblar de miedo, aparecen ovejas de lana negra como la boca del lobo, pequeños corderos que desoyen las advertencias del rebaño, que violentan el silencio de los corderos y balan, primero tímidamente, luego más seguido, más fuerte. Y de tanto en tanto se tiran al monte, se escapan de su destino y se asilvestran.

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