
Me llevas a tu casa. Pasamos del desconocimiento a la intimidad, sencillamente, como cuesta abajo. Yo anuncio tus deseos, anticipo lo que quieres, y tú, aunque te escondes un instante, devoras los frutos que te ofrezco.
Y ahora quieres más. Quieres que regrese una y otra vez a sacudir tu tiempo.
Si me adentro en tu bosque, me prometes delicados cuidados, un ejercito de animales mitológicos. Me ofreces pócimas mágicas con nombres latinos que sólo tu conoces, ausencia de límites en la experimentación, todos los caminos francos, tu cuerpo y tu piel.
Y yo, como un niño, no me atrevo alejarme del haz de luz que desprende la última farola de la última fila de adosados. Temo adentrarme en tu bosque. Me da vértigo el abismo que me propones: abandonar mi urbanizada civilización, marcar tu piel con la huella de mis dientes y, salvajemente, obligarte a gritar que eres mía.
Y yo, como un niño, no me atrevo alejarme del haz de luz que desprende la última farola de la última fila de adosados. Temo adentrarme en tu bosque. Me da vértigo el abismo que me propones: abandonar mi urbanizada civilización, marcar tu piel con la huella de mis dientes y, salvajemente, obligarte a gritar que eres mía.
Foto: Tree de McGinley