miércoles, 17 de junio de 2009

El perverso efecto riqueza

Decía el filósofo: “conócete a ti mismo”. Decía el refraner català “no estiris més el braç que la maniga” Decía el poeta francés del XIX Charles Augustin Sainte-Beuve: “El que abusa de un líquido no se mantiene mucho sólido”. Y no los escuchamos. No quisimos escuchar porque tapaban nuestros oídos los seductores cantos de sirenas que nos prometían que siempre seríamos felices y comeríamos perdices. La culpa fue del perverso efecto riqueza.
La caída de los tipos de interés y el crédito a go-gó que permitieron los bancos en su encarnizada competencia por incrementar sus balances, impulsó el precio de la vivienda hasta el infinito y más allá. Los propietarios nos cegamos por el brillo de un futuro sin límite. Nos habíamos vuelto ricos, sin comerlo ni beberlo, simplemente porque nuestro piso que hace unos años había costado 100, ahora valía 300 o más. Muchos cambiaron de vivienda o compraron otra. Los pocos que no compraron fueron sospechosos de estupidez. Muchos otros, comenzaron a comportarse como lo habían hecho siempre los anglosajones, y solicitaron ampliaciones del capital pendiente de amortización de sus créditos hipotecarios, que los directores de los bancos concedían en un santiamén con un extraño brillo en sus ojos. Se podía tirar de la hipoteca para comprar un coche, poner un negocio, pagar las vacaciones o pasar por el cirujano plástico para adecuar nuestro look a la bonanza. Confiamos en que las más bajas cuotas hipotecarias de la historia que pagábamos cada mes, iban a mantenerse congeladas ad eternum, y nos atrevimos con una hipoteca cada vez más grande.
Con los salarios igual de bajos que siempre, los españolitos consumimos más que nunca. El aumento del consumo se tradujo en mayor crecimiento económico y más empleo, pero también en un fuerte incremento del endeudamiento de las empresas y los particulares. El ritmo de nuestras vidas se aceleraba. Nos gastábamos el pasado (los ahorros), el presente (los salarios) y el futuro (los créditos) en una fuerte apuesta por el ahora o nunca. Y comenzamos a inflar la burbuja especulativa. Sobrevaloramos nuestras capacidades. Las entidades financieras nos dieron créditos por el 120% del valor del inmueble que adquiríamos o teníamos. Los bancos dieron créditos a las empresas con garantía a unos suelos no finalísticos por el 1000% del su valor real. Fue un salto mortal sin red.
Abusamos de nuestra liquidez y nuestra economía dejo de ser sólida. Los precios de las casas sobrepasaron la frontera de lo posible. Los tipos de interés se volvieron más antipáticos. El grueso gris de la demanda de vivienda no pudo comprar más, porque con los precios por las nubes ni las hipotecas a 50 años hacían viables las compras. Las viviendas sin vender se fueron acumulando a escondidas de todos hasta que llegaron al millón y dejaron de ser invisibles bajo la alfombra. Los precios de las viviendas, para sorpresa de todos, se aficionaron a la caída libre. Un buen número de hogares sobreendeudados se vieron abocados a la quiebra técnica, porque el valor de su casa ahora es inferior al de la deuda contraída para financiarla. Las hipotecas se volvieron imposibles de pagar, pero la garantía es personal, y devolver el piso no nos exhonera de la deuda. ¡Menuda sorpresa! Las familias se ataron los machos. Se cerró el grifo del gasto. El consumo se redujo a la mínima expresión. Llego la cuaresma. Se incrementó el paro.
Y ahora, estamos locos: la gente reza, los políticos buscan brotes verdes como si fueran tréboles de 4 hojas y todavía hay quien aún confían en el sector inmobiliario la recuperación de nuestra economía. No se extinguirán los dinosaurios.
Ilustración: Magritte, La poitrine

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