sábado, 16 de julio de 2011

Meteliteratura

Dediqué todo el año 2008 a Bohumil Habral, que, de tanto en tanto, le diese el salto lanzándome al regazo de Ítalo Calvino no puede considerarse una infidelidad, pues mi historia con el maestro italiano venía arrastrándose desde cuando en mi pubertad lo descubrí de la mano del simple de Marcovaldo; así que recaer y dejarme seducir por una de sus breves y ya conocidas historias, era como recurrir al sexo cómodo y seguro que ofrecen los exmaridos si los llamas por teléfono con cualquier peregrina escusa.
Pero seamos francos, mi dedicación a la literatura checa, en concreto a la obra del autor borrachín y con tendencias suicidas de Brno sólo se debía a mi rotundo fracaso sentimental o, más explícitamente, a la facilidad con que X me tiro abandonado como una colilla en una cuneta después de una relación de 96 meses. Admitámoslo, la técnica del avestruz me había enclaustrado en la literatura hasta una tarde de finales de noviembre en que viajando en un autobús de la línea 22 escondido entre las renglones de Una soledad demasiado ruidosa me llamó la atención la conversación que una joven mantenía por su teléfono móvil.
La joven de moño alto y altivo un poco descompuesto por el ajetreo de la jornada laboral encajaba perfectamente en el estereotipo de profesora de música de colegio religioso. En cambio, la conversación que mantenía y, aparentemente, guiaba alguien al otro lado del inalámbrico parecía según todos los indicios encuadrase en el género libidinoso, más exactamente, en alguna de las variantes de los juegos que frecuentan los adictos a la dominación.
Así que perdí el hilo del relato que me contaba Hrabal y pegué mi oído allí donde no me llamaban. Al cabo de pocos minutos me dí cuenta (o quise darme cuenta) de que al otro lado de la línea no había nadie, que la conversación era fingida, lanzada al vacío como una llamado de auxilio.
No te extrañara, que decidiese descender con ella en su parada como si obedeciese a un resorte, aunque me cogiese a trasmano de mi destino, y que la abordase antes de llegar a la primera esquina con ninguna intención premeditada, pero seguramente con mayores esperanzas.
Durante los siguientes meses el libro de Habral quedó abandonado sobre su mesilla despanzurrado, amenazando descuadernarse y no revisité ni una sola vez a Calvino. Falta de tiempo.
Necesité unos meses para acostumbrarme a deshacer aquel moño tan bien hecho, para liberarme de nuestra carrera en búsqueda de la perfección en diferentes variantes técnicas del spanking y volver a recuperar nuevos paréntesis para acabar aquel libro de Habral abandonado a su suerte y encontrar en los experimentos de Fernández Mallo una literatura más adaptada a los cortos espacios de asueto que ella me permite entre llamada y llamada desde su iPhone.

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