
Así que desde bien pequeños aprendimos a apuntar con las canicas al guash, con la pelota a la meta y con nuestros huesos a una casa en propiedad como más grande y más nueva, mejor. Algo sólido donde sustentar nuestra vejez en este mundo líquido cuando no gaseoso, algo perenne en este mundo efímero que legar a nuestros vástagos.
Y así crecimos como hormiguitas laboriosas engordando la hucha para reunir lo justo para las arras, los impuestos, la entrada y el notario. Y así paseamos nuestros noviazgos haciendo cálculos y visitando pisos recién hechos, maquetas de inmobiliarias o de segunda mano donde acababa de perecer algún abuelo hasta encontrar la casa de nuestros sueños y poder fundar la república independiente de nuestra casa.
Pero no pagamos la independencia a tocateja nuestro reino, sino que felices como perdices e igual de ingenuos que los plumíferos nos asociábamos con el diablo firmamos hipotecas a porrocientos años optimistas y convencidos por los consejos de nuestros mayores y de la humanidad en general.
Y ahora sólo quedan amargas lágrimas. El sueño de la lechera se rompió. Llego la crisis. Nos quedamos en paro y hubo que elegir o pagar la cuota de la hipoteca o sobrevivir y elegimos respirar. Y nos dimos cuenta que todos nos engañamos: el precio del ladrillo se desinflo y lo que compramos por 10 con mucha suerte valía 5 o, peor todavía, no había como vender.
Y nos echaron de casa y nos dejaron con una deuda sobre nuestras espaldas que no podríamos saldar jamás y nos refugiamos en un par de habitaciones de casa del abuelo que no se podía creer lo que nos estaba pasando y que ya no sabía si sus ojos lagrimeaban constantemente a causa de la vejez o de todo lo que tenía que ver.
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