sábado, 26 de julio de 2008

250 gramos de felicidad

En el desconcertante trasiego, sin venir a cuento, te encuentro. Colisiono contigo y me prendo a tu sonrisa. Y como el viento sopla de popa, todo aparenta ir bien. Despacio. Sin sentido alguno. Sin metas en el horizonte que comprometan los resultados. Me frecuentas. Te impacientas cuando pasan las horas y no me ves. Me llamas a deshoras, simplemente para que escuche, oculto entre frases sin sentido, el timbre ilusionado de tu voz.
Hasta que el infortunio entra en escena: Dices que no te atreves a decir unas palabras que quieren escapar a gritos de tu boca y yo, consciente de lo que me requieres, no contesto. A partir de entonces, te llamo y no respondes.
Debo decirte, ahora, que las cuatro mañanas que me has regalado, cuando te marchabas me dolían los labios. Debo confesarte que ese dulce dolor todo el día me ha acompañado. Que mis labios recordaban la intensidad de tus abrazos, la violencia de tus risas, los fogonazos que acompañan tus besos disparados.
Debo contarte que sólo recuerdo tu mirada ávida de mi, la simbiosis que buscaba tu breve ser sobre mi piel, el olor de tu cuerpo desatado, tus pocas ganas de dormir y lo que te costaba mantener dentro de ti unas palabras evidentes que no me querías decir. Sabes que estoy perplejo. Te lo he intentado decir. No puedo entender porque no quieres venir a jugar conmigo hasta romper la baraja. Ahora no estás. No estarás. Ahora sólo queda el hueco de tu sonrisa, las horas no dormidas, tu chocolate derretido y 250 gramos de felicidad que compraste para mi y aún no hemos devorado.

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