lunes, 7 de julio de 2008

Inmigrantes, de Dubravka Ugresic.

Nos asentamos en las afueras de las ciudades. Elegimos los suburbios porque es la manera más fácil de, llegado el día, recoger de nuevo la tienda de campaña y continuar el viaje adentrándonos más y más en el oeste, para llegar al este más lejano. Vivimos en colmenas grises de construcción barata, en barrios grises que se alzan alrededor del centro de la ciudad, como llaves que cuelgan en el aro enganchado en el cinturón del señor del castillo. Algunos los llaman guetos.
Todos nuestros barrios son iguales. Se reconocen por los platos metálicos de las antenas parabólicas de televisión que asoman de nuestros balcones. Con esas prolongaciones metálicas auscultamos cada día el pulso de nuestras patrias abandonadas. Somos unos perdedores, conectados para siempre a la megacirculación sanguínea de la tierra que con odio hemos dejado. Ellos, a diferencia de nosotros, no tienen antenas. Ellos tienen perros. Perro que al atardecer salen a los balcones y envían mensajes a otros con un ladrido. El ladrido choca con los edificios de hormigón como una pelota de ping-pong. Enloquecidos por el eco, los perros ladran más alto.
Nosotros tenemos niños. Nos multiplicamos peligrosamente. Se dice que las hembras de los canguros llevan a la zaga a un cachorro, otro va metido en la bolsa, el tercero en el vientre, dispuesto a salir a la luz en cualquier momento, y el cuarto, un óvulo recién fecundado, ya está a la espera para ocupar su sitio. Llevan detrás mucho niños.. Nuestros niños tienen la nuca plana, la piel morena, el pelo oscuro y los ojos negros de pupilas inmóviles como muñecos. Nuestros hijos son clones: los niños son hombrecitos, copias de sus padres, las niñas son mujercitas, copias de sus madres.
Traemos la comida de Basis, Aldi, Lidl, Dirk van de Broek. Allí compramos todo, compramos barato, al por mayor y a granel. A diferencia de las suyas, nuestras tiendan están sucias. En ellas compramos carne que flota en grandes barriles de plástico con agua sanguinolenta salda. Nuestras pescaderías apestan a pescado, nuestras carnicerías a sangre. Nosotros tentamos, manoseamos, revolvemos, husmeamos, palpamos, catamos, compramos, regateamos, acarreamos y cargamos; toda nuestra vida gira en torno al bazar.
Nuestros barrios recuerdan oasis y satisfacen nuestras necesidades. Cuentan con guarderías y colegios para nuestros hijos, oficinas de correos, autoescuela, gasolinera, locutorio telefónico, desde donde llamamos por un módico precio a los nuestros, tintorería, lavandería, peluquería en la que los nuestros cortan el pelo a los nuestros, coffe-shop en el que nuestros jóvenes compran hachís, Turkse Pizza delante de la cual se reúnen nuestros hijos, nuestro templo y dos o tres tabernas que frecuentas nuestros hombres. También hay tabernas suyas. Es su territorio. Nuestras zonas están separadas. Salvo por error, los turistas jamás visitan nuestros barrios. Tampoco la gente de los canales, los ricos, vienen por aquí, no tienen, según dicen, el visado low-life y, de todos modos, qué iban a hacer aquí, donde no hay nada salva nosotros. A nosotros rara vez se no puede ver en el centro de la ciudad. Nos quedamos en nuestra zona, en ella nos sentimos seguros, aquí somos nosotros y estamos entre los nuestros.
Somos bárbaros, el doble fondo de esta sociedad perfecta, la higa en el bolsillo, el payaso en la caja sorpresa, una mueca fea, un mundo paralelo, somos un submundo. Pisamos la mierda de los perros y de los hombres, por la mañana temprano y por la noche tarde nos cruzamos con las ratas. En nuestra zona, el viento siempre hacer revolotear basura: bolsas de plástico, restos de patatas fritas, envoltorios de chicles, de los Mars, kit-kat y snickers que devoran nuestros hijos. Por la mañana temprano, las gaviotas apuran con glotonería las migajas de comida que hemos dejado, y las urracas, con sus vigorosos picos, agujerean las cajas tiradas con trozos de pizza turca.
Nuestros jóvenes son salvajes, huraños y coléricos. Por la noche se reúnen en los espacios de cemento desiertos, como una manada de cachorros, y allí hacen el loco hasta muy tarde. Se persiguen unos a otros por los terrenos de juego vacíos, se columpian en los columpios, aúllan, saltan, arranca los auriculares de las cabinas de teléfono, rompen los cristales de los coches, roban los que encuentran. Sueltan gritos de gaviotas que chocan con los muros de hormigón como pelotas de ping-pong. Por la noche, nuestros jóvenes juegan a fútbol con latas vacías, y el ruido resuena como una ráfaga de ametralladora. Montan en moto frenéticamente por el barrio solitario. La noche es suya. Nosotros temblamos, nos ocultamos como ratones, sus gritos hielan la sangre en nuestras venas. La policía jamás se pasea por nuestra zonas, permite que los gritos de nuestros hijos nos abrasen como el ácido. Nuestros jóvenes son rápidos con la navaja, la navaja es una prolongación de su mano. Son campeones del escupitajo. Con los lapos marcan su territorio, como los perros con la orina. Y siempre van juntos en manada, como los perros en los pueblos.
Nuestras hijas son silenciosas. Las cabezas veladas, los ojos bajos, en sus rostros se lee la incomodidad que les produce existir. Se deslizan por la ciudad como sombras. Cuando se las encuentra uno en el tranvía es fácil verlas sentadas, contritas, sosteniendo en las manos libros de oración y mascando en la boca palabras santas como si fueran pipas. Se bajan deprisa, se escabullen del tranvía, no miran ni a izquierda ni a derecha. Caminan mientras rumian lo que acaban de leer: mueven los labios con gracia, como los camellos.
Nuestros hombres de caras ceñudas se reúnen alrededor de las mezquitas de hormigón de cúpulas turquesa que semejan más una guardería que templos. Pasan el verano en cuclillas apoyados en la pared de la mezquita, se rascan la espalda con sus muros, imaginan que consiguen un poco de sombra aunque no hay sol. Se revuelven, se olfatean unos a otros, forman círculos absurdos en torno a la mezquita, pasean con las manos en la espalda, se quedan de pie, brincan, patalen en el sitio, se dan palmadas mutuamente en señal de saludo se abrazan cuando se separan. Durante las festividades religiosas, cuando en la mezquita no hay sitio suficiente, se arrodillan en el exterior, en el asfalto, con la cabeza vuelta hacia el este. Nuestros hombres se pasan el día entero royendo su templo, como los perros un hueso.
(...)
Somos bárbaros. No tenemos escritura, dejamos nuestras firmas en el viento. Emitimos sonidos. Firmamos con un grito, con una voz, un aullido, un escupitajo. Así marcamos nuestro territorio. Con los dedos tamborileamos sobre todo lo que tocamos, los cubos de basura, los cristales, los canalones, al tamborilear divulgamos nuestra existencia. Nosotros alborotamos, nuestro alboroto es doloroso como un dolor de muelas. Cantamos tristemente en las bodas y plañimos en los entierros, y entonces, como ráfagas, se estrellan contra las fachadas de hormigón las voces guturales de nuestras mujeres. Rompemos los cristales, producimos estruendo, los buscapiés son nuestro entretenimiento favorito. El sonido nuestra escritura, el ruido que hacemos es la única prueba de que existimos, el estallido el único rastro que dejamos. Somos como perros, ladramos y lanzamos nuestros ladridos al cielo bajo y gris que presiona nuestras nucas.
Dubravka Ugresic: El ministerio del dolor

No hay comentarios: