miércoles, 19 de octubre de 2011

Las cosas

Otras veces, no podían más. Querían pelear y vencer. Querían luchar, conquistar su felicidad. Pero ¿cómo luchar? ¿Contra quién? ¿Contra qué? Vivían en un mundo extraño y tornasolado, el universo brillante de la civilización mercantil, las prisiones de la abundancia, las trampas fascinantes de la dicha.
¿Dónde estaban los peligros? ¿dónde estaban las amenazas? Millones de hombres lucharon antaño, e incluso luchaban aún, por pan. Jérôme y Sylvie no creían que se pudiera luchar por divanes Cherterfield. Pero, no obstante, hubiera sido la consigna que los habría movilizado más fácilmente. Pensaban que nada los concernía en los programas, en los planes: no las jubilaciones anticipadas, las vacaciones alargadas, los almuerzos gratuitos, las semanas de treinta horas. Querían la superabundancia; soñaban con platinas Clement, con playas desiertas para ellos solos, con viajes alrededor del mundo, con grandes hoteles.
El enemigo era invisible. O, mejor dicho, estaba en ellos, los había podrido, gangrenado, destrozado. Eran los que pagan el pato. Criaturas dóciles, fieles reflejos del mundo que se mofaba de ellas. Estaban hundidos hasta el cuello en una tarta de la que sólo obtendrían las migajas.
(Lo querían todo y ahora. Querían ser amados y admirados sin causa justificada. Ganar dinero a cabazos sin merito alguno, sólo porque sabían lo que querían y se creían merecedores de todo)
Pero entre estos sueños demasiado grandes, a los que se entregaban con una complacencia extraña, y la nulidad de sus acciones reales no se insertaba ningún proyecto racional, que hubiera conciliado las necesidades objetivas y sus posibilidades financieras.
Los paralizaba la inmensidad de sus deseos.
Desordenando a George Perec en Las Cosas, 1965

No hay comentarios: